domingo, 11 de mayo de 2025

 


UNA REFORMA LABORAL DEMOCRÁTICA Y GARANTISTA EN COLOMBIA


 Una Propuesta para Dignificar el Trabajo en Tiempos de Informalidad y Desigualdad


Colombia enfrenta una de las crisis más profundas en su historia laboral. A pesar de contar con un marco normativo que reconoce el derecho al trabajo como un derecho fundamental (artículo 25 de la Constitución Política), la realidad cotidiana de millones de trabajadores está marcada por la precariedad, la informalidad, la tercerización y la flexibilización de las condiciones laborales. En este contexto, se vuelve urgente y necesaria una reforma laboral democrática que no solo garantice el empleo digno, sino que reconozca los derechos laborales complementarios como la seguridad social, la estabilidad, la sindicalización y la participación colectiva.

 La precarización laboral en Colombia

Colombia tiene una de las tasas de informalidad más altas de América Latina. Según cifras del DANE (2024), más del 57% de los ocupados lo hacen en condiciones de informalidad, sin acceso a seguridad social, prestaciones ni protección sindical. A esto se suma la proliferación de figuras como las órdenes de prestación de servicios (OPS), utilizadas de manera irregular por entidades públicas y privadas para eludir vínculos laborales formales. Estas figuras transforman al trabajador en un proveedor sin derechos laborales, aunque cumpla funciones permanentes y subordinadas.

La reforma laboral que necesita el país no puede limitarse a modificaciones técnicas. Debe ser una transformación estructural que reconozca la centralidad del trabajo como factor de desarrollo humano, cohesión social y redistribución de la riqueza.

Elementos fundamentales de una reforma laboral democrática

1. Reconocimiento pleno del trabajo como derecho humano y no solo como factor productivo
La reforma debe partir del principio de que el trabajo es esencial para la dignidad humana. Por tanto, el Estado debe garantizar no solo el acceso al empleo, sino su estabilidad, su formalidad y su valor social, rompiendo con la lógica neoliberal que lo ha reducido a mercancía.

2. Formalización laboral y eliminación progresiva de figuras de precarización
Debe establecerse una estrategia nacional de formalización del trabajo que elimine gradualmente las OPS en funciones permanentes, regule el trabajo por plataformas digitales, y exija a las empresas tercerizadoras el cumplimiento pleno de los derechos laborales para sus empleados.

3. Estabilidad y protección contra el despido arbitrario
Se debe restringir el despido sin justa causa, obligando a las empresas a demostrar razones válidas y proporcionales. Además, deben establecerse mecanismos de reinstalación preferente o compensación justa.

4. Reducción de la jornada laboral y distribución equitativa del tiempo de trabajo
Reducir la jornada a 40 horas semanales sin disminución salarial favorecería la calidad de vida y generaría incentivos para la contratación de más personas. Esta medida debe ir acompañada de políticas de conciliación de la vida laboral y familiar.

5. Fortalecimiento del sindicalismo y la negociación colectiva
La reforma debe asegurar la libertad sindical, fomentar la negociación colectiva por rama o sector, y crear incentivos para que las empresas respeten la organización de los trabajadores. Las prácticas antisindicales deben ser penalizadas con rigor.

6. Trabajo decente para jóvenes, mujeres y población rural
Grupos históricamente excluidos como las mujeres, los jóvenes, la población campesina y las comunidades afro e indígenas deben ser prioridad. Programas de empleo público, incentivos a la contratación y fomento del trabajo cooperativo son fundamentales para cerrar brechas estructurales.

7. Regulación del trabajo digital y por plataformas
La reforma debe tipificar el vínculo laboral entre trabajadores de aplicaciones y empresas digitales, garantizando salario mínimo, afiliación a seguridad social y condiciones dignas. La economía digital no puede estar por fuera de la legalidad laboral.

8. Universalización de la protección social
Debe crearse un sistema de seguridad social que proteja también a trabajadores informales y por cuenta propia, mediante modelos contributivos adaptados y mecanismos de subsidio para los más vulnerables.

9. Participación de los trabajadores en la reforma
Una reforma democrática implica consulta previa, activa y vinculante con sindicatos, asociaciones de trabajadores informales, cooperativas laborales y organizaciones sociales.

10. Inspección laboral fortalecida
Para garantizar el cumplimiento de estas normas, se necesita una inspección del trabajo independiente, con más recursos, cobertura territorial amplia y capacidad sancionatoria.

Una reforma laboral democrática y garantista es hoy no solo un anhelo, sino una necesidad histórica. No es posible construir un país más justo si la mayoría de su población trabajadora está atrapada en la informalidad, la precariedad y la vulnerabilidad. Reformar el trabajo es reformar la vida. Por ello, el Estado colombiano debe asumir el compromiso político, jurídico y ético de avanzar hacia un nuevo modelo laboral que dignifique a quienes con su esfuerzo cotidiano sostienen la economía, la sociedad y la esperanza.

  • Principios rectores de la reforma laboral democrática
  • El trabajo es un derecho humano, no una mercancía.
  • Ningún trabajador debe carecer de protección social.
  • Las formas de contratación deben garantizar derechos, no evadirlos.
  • La justicia laboral debe ser accesible, pronta y efectiva.
  • La voz de los trabajadores debe ser escuchada y respetada.



 

LA GENERACIÓN DE CRISTAL: 

Una  juventud frágil e hipersensible

Vivimos una época donde la sensibilidad ha sido elevada a dogma y la fragilidad emocional se ha convertido en una señal de identidad generacional. La llamada generación de cristal –jóvenes universitarios que se reconocen más por sus diagnósticos de ansiedad y depresión que por sus ideas o acciones transformadoras– ha convertido la debilidad en virtud, la susceptibilidad en argumento moral, y el victimismo en herramienta de poder. Esta generación no solo habita un mundo hipermediado por pantallas, algoritmos y eco-cámaras emocionales, sino que se auto erige como vanguardia moral mientras desprecia con soberbia a quienes les han legado la posibilidad misma de existir, pensar y estudiar.

En el ámbito universitario esta crisis alcanza niveles alarmantes. Se ha roto, sin pudor ni memoria, el hilo intergeneracional. Profesores con décadas de estudio y experiencia, que han formado generaciones enteras y han construido pensamiento crítico, son ahora tildados de “boomers” obsoletos por jóvenes que creen que leer dos hilos de Twitter equivale a un curso de epistemología. Se ha perdido el respeto por la autoridad intelectual, por la palabra reflexiva, por la experiencia. Hoy se venera el narcisismo disfrazado de trauma, la inmadurez maquillada de rebeldía emocional, y se exige “espacios seguros” no para aprender sino para no ser confrontados por ideas que les resulten incómodas.

Lo más paradójico es que esta generación que exige reconocimiento, inclusión, respeto y validación emocional, es la misma que excluye, cancela, silencia y ridiculiza al adulto mayor, al docente exigente, al pensamiento riguroso. Han convertido el aula en un confesionario terapéutico donde el dolor personal reemplaza el argumento, y la incomodidad subjetiva se equipara a la violencia estructural. La educación ya no es una experiencia transformadora ni un desafío intelectual: es un campo minado de sensibilidades frágiles que paralizan el pensamiento.

Mientras las generaciones anteriores aprendían del dolor, esta lo convierte en identidad. Mientras los viejos respetaban a los sabios, los jóvenes actuales se burlan de ellos. Mientras los abuelos luchaban por un mundo más justo desde el trabajo, la resistencia o la reflexión, esta generación exige cambios inmediatos sin esfuerzo, sin contradicción y sin capacidad de escucha. Viven convencidos de estar reinventando el mundo, cuando en realidad lo único que reinventan es el narcisismo emocional.

Pero no todo es culpa suya. Son hijos de una sociedad que convirtió la comodidad en meta, el bienestar emocional en derecho absoluto, y la educación en servicio al cliente. Han sido criados en un entorno donde el conflicto se evita, la frustración se elimina, y toda crítica es vista como ataque. Han sido formados por adultos que confundieron el amor con la sobreprotección y la crianza con la complacencia. El resultado es una juventud hipersensible pero sin espesor, digitalmente conectada pero existencialmente sola, titulada pero intelectualmente vacía.

Este ensayo no es una negación de los problemas reales de salud mental –que existen y deben ser tratados con rigor y empatía– sino una crítica feroz a su uso como escudo ideológico y arma de censura. Tampoco es una defensa romántica del pasado, sino un llamado a recuperar el respeto por la sabiduría, la experiencia y el pensamiento fuerte. Porque si los jóvenes siguen creyendo que la fragilidad es poder, que el adulto mayor es basura, y que toda incomodidad es una agresión, no solo habremos perdido el diálogo intergeneracional: habremos perdido también la posibilidad de construir una sociedad madura, crítica y verdaderamente libre.

Hubo un tiempo en que la juventud universitaria representaba la esperanza. En las aulas, los estudiantes debatían sobre el porvenir de la humanidad, soñaban con justicia, paz y dignidad para los pueblos. Se organizaban, protestaban, pensaban, escribían, se comprometían hasta la muerte. Eran, a su manera, la encarnación del anhelo colectivo de un mundo más humano. Hoy, en cambio, asistimos al espectáculo de una generación decadente de una que ha abandonado esa utopía para habitar la mezquindad del resentimiento, la censura y la guerra simbólica entre edades, géneros e ideas.

La generaciones que soñaron la utopía de la felicidad humana y a la que muchos entregaron su vida levantaron la consigna de " pan, justicia y Libertad", está generación quebradiza de cristal, tiene como consigna, "droga-trago, sexo e internet". Sería injusto si no dijera que existe en esa misma generación un grupo significativo de hombres y mujeres que le apuestan al conocimiento y la investigación rigurosa, que estudian con disciplina y devoción y que se forman como profesionales de altas calidades. Ese grupo lo hace en silencio a la sombra del desorden de universidad que hay.

Esa nueva camada universitaria de la generación de cristal,  no busca construir, sino acusar. No dialoga, cancela. No aprende, impone. No cuestiona estructuras de poder, sino que ha creado las suyas propias: discursos autoritarios disfrazados de progresismo, de pensamiento "bonito", donde cualquier disidencia —especialmente si viene de un hombre, adulto, heterosexual o docente— se interpreta como violencia. Se ha sustituido la pedagogía del pensamiento crítico por la del temor: maestros silenciados, profesores caminando sobre cristales, sometidos a inspección permanente, no por la calidad de su enseñanza, sino por su nivel de alineación con las ideologías del momento.

El resultado es una cultura universitaria distorsionada, dominada por una moralina inquisitorial que exige sumisión bajo amenaza de escarnio, cancelación o denuncia. La palabra "patriarcado" se usa como garrote, "violencia de género" como tribunal sin garantías, y la "diversidad" como uniforme obligatorio. En este clima, lo masculino, lo heterosexual, lo tradicional, lo adulto —todo aquello que no se pliegue al nuevo credo— se vuelve sospechoso, culpable por defecto.

La ideología de género, en su versión más radical, se ha transformado en una coartada para negar la diferencia sin diálogo. Se patologiza al varón, se culpabiliza al heterosexual, se criminaliza al docente si no adapta sus contenidos a los nuevos catecismos. Se repite, con una vehemencia alarmante, que el lenguaje es violencia, que el silencio es complicidad, que el amor romántico es opresión. Y mientras tanto, los problemas reales —la desigualdad, la miseria, la guerra, la injusticia global— se vuelven irrelevantes frente a la microdiscusión identitaria del día.

Pero quizás el mayor drama no es solo el extravío moral e intelectual de esta generación, sino la claudicación del mundo adulto, que ha cedido sin resistencia. Muchas universidades han renunciado a su papel formador y han optado por ser administradoras de consensos adolescentes por cuestionadas e ilegítimas constituyentes universitarias. Lo de la universidad Nacional a este respecto es vergonzoso.  Directivas que prefieren ser aceptadas antes que desafiadas, condescendientes  antes que autoridad, "inclusivas" antes que libres. El resultado: un ecosistema de autocensura, ignorancia premiada y mediocridad celebrada, construido colectivamente, dónde la normalidad académica se ha hecho amormalidad, porque siempre hay un pretextos para quejarse y reducir la jornada a nada.

Este no es un alegato contra la juventud, sino una crítica a una forma de nihilismo cultural disfrazado de progreso. Es un llamado a recuperar la valentía de pensar más allá de los dogmas de turno. A no temerle al disenso, al debate, a la diferencia verdadera. A defender el valor de la universidad como espacio de formación y no de adoctrinamiento.

Porque si no se recupera la utopía de la felicidad humana, si no se rescata la figura del maestro respetado, del hombre sensible y pensante, del diálogo intergeneracional honesto y libre, lo que quedará no será una revolución, sino una ruina. Una generación alienada por el odio, incapaz de amar la libertad, de construir comunidad o de imaginar un futuro que no sea el de su propia exclusión. Una generación, en definitiva, perdida.


jueves, 17 de abril de 2025

 




SUPERAR LA CULTURA DE LA VIOLENCIA EN COLOMBIA:
 Hacia una sociedad del perdón, la reconciliación y la justicia social


Colombia ha sido, por décadas, un país atravesado por una historia dolorosa de conflicto armado, exclusión social, odios acumulados y venganzas heredadas. La violencia se instaló no solo en los territorios, sino también en el lenguaje, en la política, en las relaciones cotidianas y en el inconsciente colectivo. Esta cultura de la violencia ha moldeado la forma de resolver los conflictos, ha debilitado los lazos sociales y ha erosionado los cimientos de una verdadera democracia. Por ello, es urgente y necesario superar esta cultura del odio, la venganza y la muerte, y construir una nueva cultura basada en el perdón, la reconciliación y el amor, como pilares para una sociedad en paz, democrática y justa.

La violencia no se reproduce solo con armas, sino también con discursos que deshumanizan al otro, con estructuras sociales que perpetúan la pobreza y la exclusión, y con una justicia que muchas veces ha sido instrumento de impunidad o de revictimización. El odio como práctica política ha sido funcional para quienes lucran con el conflicto, dividen a la sociedad y se niegan a los cambios profundos que exige el país. La venganza, por su parte, ha sido disfrazada de justicia, cuando en realidad perpetúa los ciclos de violencia y aleja la posibilidad de una verdadera reparación del daño.

Superar esta cultura implica desarmar también el alma. No basta con silenciar los fusiles si no se desmontan los discursos del enemigo interno, del “nosotros contra ellos”, de la sospecha permanente. Es necesario promover una cultura del perdón, no como olvido ni como impunidad, sino como acto consciente de liberación del pasado violento y apertura hacia la convivencia. El perdón en Colombia debe ser una decisión ética y política que se ancle en la verdad, la reparación, y la garantía de no repetición.

La reconciliación es el camino que permite reconstruir la confianza social, sanar las heridas colectivas y restaurar el tejido humano que ha sido roto por el conflicto. No puede ser un pacto superficial, sino un proceso profundo que reconozca las diferencias, repare las injusticias y restituya los derechos. Reconciliarse es también renunciar al privilegio de dominar al otro por la fuerza, es aceptar que la diversidad es riqueza y que el disenso puede ser fecundo cuando se da en el marco del respeto mutuo.

Y sobre todo, Colombia necesita una cultura del amor. Un amor político, entendido como cuidado del otro, como respeto a la vida, como apuesta por el bien común. Amar es indignarse ante el hambre, ante la desigualdad, ante la exclusión; amar es comprometerse con los cambios que permitan a cada ser humano realizar su dignidad. Una sociedad que ama no mata, no odia, no excluye. Una sociedad que ama educa, protege, transforma.

Todo ello debe ir de la mano con la reconstrucción de una democracia real y participativa, no solamente electoral. Una democracia donde las voces silenciadas tengan espacio, donde las regiones históricamente marginadas sean parte activa del destino común, donde la justicia social deje de ser un ideal lejano y se convierta en una política concreta de redistribución del poder, la riqueza y las oportunidades.

Hoy Colombia tiene la oportunidad de dar un paso definitivo hacia la paz y la transformación social. Pero ese paso no lo darán solos los acuerdos firmados, ni las leyes aprobadas. Lo dará cada ciudadano cuando renuncie al odio, cuando reconozca al otro como legítimo, cuando prefiera el diálogo a la imposición, y cuando el amor y la justicia sean los nuevos horizontes éticos de la vida en común. Es

La cultura de la muerte debe ser reemplazada por una cultura de vida. Y esa vida se construye con verdad, con memoria, con justicia, pero también con esperanza, con perdón y con una voluntad colectiva de reconciliación. Porque solo así será posible una Colombia distinta: una nación en paz, democrática, plural, y profundamente humana.

CMG - DIA 
16 DE ABRIL DE 2025

 



LA MISERABLEZA DE  LOS CONGRESISTAS COLOMBIANOS FRENTE A UNA REFORMA LABORAL Y PENSIONAL, DIGNA Y JUSTA.

Para mamá TILA URIBE, con todo mi afecto.

En Colombia, hablar de una reforma pensional es tocar una de las fibras más sensibles del contrato social: la vejez. Sin embargo, esa sensibilidad no parece conmover a quienes ocupan curules en el Congreso de la República. La actitud de una parte considerable de los congresistas frente a la reforma pensional ha sido una muestra cruda de indiferencia, de cálculo electoral y de servilismo frente a los intereses de los fondos privados, que por décadas han hecho del ahorro de los trabajadores un lucrativo negocio financiero.

Resulta paradójico, e incluso insultante, que mientras los legisladores gozan de regímenes especiales de pensión con privilegios desproporcionados, miles de ancianos en Colombia sobreviven en condiciones de pobreza, sin acceso a una mesada que les garantice una vejez digna. La mayoría de los adultos mayores en el país no alcanza a cotizar lo suficiente para pensionarse. Muchos mueren sin recibir un solo peso de lo que durante años aportaron al sistema.

La actitud de estos congresistas miserables —no en lo económico, pues gozan de abultados ingresos— sino en lo ético, consiste en mantener un modelo que excluye, que castiga la informalidad sin combatirla, que privatiza el derecho y lo transforma en mercancía. Lo hacen no solo por negligencia, sino también porque muchos están directa o indirectamente atados a intereses financieros y corporativos que lucran con el ahorro de millones de trabajadores a través de los fondos privados de pensiones.

Es urgente una reforma que coloque el eje en la justicia social y no en la rentabilidad. Una reforma que garantice una mesada pensional digna para los ancianos, ajustada a una canasta familiar real y justa, que contemple los gastos esenciales de alimentación, vivienda, salud y servicios públicos. La dignidad en la vejez no puede seguir dependiendo del azar del mercado ni de la especulación financiera.

La pensión no debe ser vista como un subsidio, ni como una carga fiscal, sino como el resultado legítimo de una vida de trabajo. Y esa pensión, en una sociedad democrática, debe estar anclada a un modelo de seguridad social público, eficiente y solidario, donde el Estado garantice cobertura y sostenibilidad sin entregar los recursos de los trabajadores al capital financiero, que especula con ellos y los aleja del propósito para el cual fueron creados.

Además, debe existir una prohibición expresa del uso indebido de los recursos pensionales para fines distintos a los del bienestar de los cotizantes. No más puentes entre los fondos privados y campañas políticas. No más puertas giratorias entre los organismos de control, los bancos y los despachos legislativos.

Los congresistas deben entender que el pueblo colombiano no soporta más este modelo dual e injusto: uno para los ricos y otro para los pobres. La reforma pensional debe ser una herramienta de redistribución y justicia, no un negocio. Lo contrario es perpetuar el desprecio por los ancianos y seguir cavando la fosa del Estado social de derecho.

La vejez no puede seguir siendo una condena. Merece respeto, cuidados, garantías, y sobre todo, una pensión justa que le devuelva a la vida su dignidad en los últimos años. El Congreso está ante una prueba histórica. Y si vuelve a fallar, no será por ignorancia: será por miseria moral.

Convocar una consulta popular para decidir reformas estructurales como la pensional y la laboral no es un acto de democracia directa ni un gesto de participación ciudadana auténtica. Es, en realidad, una confesión vergonzosa de la incapacidad del Congreso para legislar en favor de los intereses del pueblo. Este recurso, que se presenta como un mecanismo de legitimidad, encubre una realidad aún más cruda: el Congreso colombiano está capturado —si se quiere, secuestrado— por los intereses del capital financiero, los fondos privados, las élites empresariales y las lógicas de privatización que se han instaurado como doctrina dominante en el aparato estatal.

Durante décadas, las reformas laborales y pensionales han sido diseñadas no para ampliar derechos, sino para restringirlos. Se ha creado un modelo profundamente regresivo, donde el trabajo se precariza y la vejez se castiga. En lugar de consolidar una seguridad social solidaria, se impone un régimen de acumulación para los fondos privados y las aseguradoras, que negocian con los recursos de los trabajadores y pensionados como si fueran mercancías.

Resulta entonces indignante que, en lugar de asumir su responsabilidad legislativa, el gobierno tenga que delegar la resolución de estos temas vitales en una consulta popular. No porque la consulta no tenga valor democrático, sino porque aquí se usa como una coartada: una manera de evadir el debate estructural que compromete a los sectores que financian campañas y controlan decisiones. Este Congreso no representa al pueblo: representa a las AFP, a los gremios, a los grandes empleadores y al capital financiero, que han hecho del Estado una maquinaria al servicio de la rentabilidad privada.

La clase política que ocupa el Congreso no actúa como legisladora en sentido democrático. Actúa como operadora política del desconocimiento sistemático de los derechos sociales de los más pobres. Cada vez que se discute una reforma, su orientación es clara: recortes, flexibilización, ampliación de la edad de pensión, eliminación de garantías laborales, individualización del riesgo. Se habla de sostenibilidad fiscal, pero nunca de sostenibilidad humana. Se protege al mercado, pero se desprotege al ciudadano, al trabajador, al anciano.

La solución no puede ser trasladar esta responsabilidad al pueblo bajo la forma de una consulta, cuando no se ha garantizado ni la pedagogía política necesaria ni la transparencia institucional que haría de ese proceso un verdadero ejercicio de soberanía popular. Mientras tanto, los ancianos siguen muriendo sin pensión, los trabajadores informales siguen creciendo en número, y los derechos sociales se siguen desmontando bajo el eufemismo de “modernización”.

Lo verdaderamente democrático sería desmontar el secuestro institucional, recuperar la ética pública, desmercantilizar la política y garantizar que las reformas se hagan en favor del bien del trabajador y la vejez y no del capital privado.

CMG - DIA
16 DE ABRIL DE 2025

 



EL TRABAJO REMOTO 
como forma sofisticada de explotación laboral

- A qué hora termina tu jornada, bella?... 
- Cuando termine el trabajo...- 
- y cuando es éso? 
- No se... No sé..

En el discurso dominante del siglo XXI, el trabajo remoto ha sido exaltado como un avance hacia la libertad laboral, la conciliación entre vida personal y profesional, y la democratización del empleo. Sin embargo, tras esta retórica seductora se oculta una de las formas más sofisticadas de explotación del trabajo humano. Este modelo, lejos de representar un verdadero progreso para la clase trabajadora, perfecciona los mecanismos de control, intensificación y precarización del empleo. Es, por ello, un modelo absolutamente detestable desde el punto de vista de la dignidad humana, la justicia laboral y la emancipación social.

El trabajo remoto se presenta como una fórmula de empoderamiento, brindando autonomía sobre el tiempo y el espacio. Pero en la práctica, esta “libertad” se convierte en una trampa donde la jornada laboral se difumina, colonizando incluso los momentos de descanso. Como afirma Byung-Chul Han, vivimos en la era del “sujeto de rendimiento”, donde “la autoexplotación es más eficiente que la explotación por parte de otros, porque va acompañada del sentimiento de libertad”. El trabajador remoto, en su aparente autodeterminación, se convierte en vigilante y verdugo de sí mismo.

Lejos de ofrecer privacidad, el trabajo remoto ha sofisticado los métodos de vigilancia empresarial mediante plataformas de monitoreo constante. Shoshana Zuboff advierte que el capitalismo de la vigilancia “convierte cada aspecto de la vida humana en datos susceptibles de ser comercializados”, y el teletrabajo se convierte en campo fértil para esta lógica. Se construye así un panóptico digital más eficaz que cualquier supervisión física, y el hogar se transforma en una extensión de la oficina, con el algoritmo como nuevo capataz invisible.

La expansión del trabajo remoto ha profundizado la tercerización, el empleo informal y los contratos “por prestación de servicios”. El modelo disuelve los derechos laborales históricos y aísla al trabajador, debilitando su capacidad organizativa. En palabras de Silvia Federici, “la precariedad no es solo inestabilidad económica, es también desarticulación del tejido social que permite resistir colectivamente”. Esta fragmentación convierte al individuo en pieza desechable del engranaje productivo, sin red de apoyo ni voz sindical.

Una de las características más cínicas del trabajo remoto es el traslado de los costos operativos al trabajador: conexión a internet, mobiliario, energía eléctrica, mantenimiento. El capitalismo contemporáneo se reinventa continuamente “externalizando los costos hacia el trabajador, el medio ambiente o las generaciones futuras”. Las empresas reducen sus gastos mientras exigen resultados cada vez más altos, perpetuando una lógica de maximización del beneficio a costa del bienestar humano (David Harvey).

El aislamiento, la hiperconectividad y la ausencia de límites están generando una crisis silenciosa de salud mental. La Organización Mundial de la Salud ha alertado sobre el aumento del burnout, o síndrome de desgaste profesional es un estado de agotamiento físico, emocional y mental causado por un estrés crónico relacionado con el trabajo. Ansiedad y la depresión en contextos de teletrabajo sin regulación. “el cuerpo es expulsado del proceso productivo, pero no el sistema nervioso”. Como afirma Franco Berardi.. La explotación no es visible físicamente, pero opera con una violencia simbólica y emocional cada vez más sofisticada.

El trabajo remoto no libera: sofistica los dispositivos de explotación. Se presenta como solución progresista, pero responde a la lógica neoliberal de individualización, autoexplotación y desregulación. Es un modelo detestable porque mercantiliza el tiempo vital, destruye los lazos solidarios, y oculta la violencia estructural del sistema bajo la apariencia de flexibilidad.

Ante esto, se hace urgente construir una crítica radical al teletrabajo como ideología, reclamar formas de organización colectiva y exigir condiciones laborales dignas, reguladas y humanas. Como advirtió Marx: “El trabajo no es la fuente de toda riqueza. La naturaleza es también la fuente, junto con el trabajo, pero aún más es el ser humano el fin último de toda producción”. Recuperar la centralidad del ser humano por encima de la lógica del rendimiento debe ser la consigna de una nueva ética del trabajo.

CMG- DIA 

15 DE ABRIL DE 2025

viernes, 11 de abril de 2025

 



LA SALUD COMO DERECHO FUNDAMENTAL

Entre la privatización, la corrupción y la urgencia de un modelo público, preventivo y eficaz


En Colombia, la salud es reconocida constitucionalmente como un derecho fundamental, inalienable y universal. Sin embargo, la realidad que viven millones de ciudadanos contradice profundamente este mandato. La salud ha sido convertida en una mercancía, gestionada bajo lógicas de mercado que priorizan la rentabilidad sobre el bienestar colectivo. El sistema de salud colombiano, organizado desde la Ley 100 de 1993, ha favorecido la intermediación financiera a través de las Entidades Promotoras de Salud (EPS), que hoy representan uno de los principales obstáculos para garantizar el acceso digno, oportuno y humano a los servicios de salud.

Los efectos de la privatización: lucro sobre vidas

La introducción del modelo neoliberal en el sector salud transformó un derecho en un bien de consumo. Las EPS, creadas como supuestos administradores eficientes del aseguramiento, han demostrado ser estructuras con profundas deficiencias operativas, financieras y éticas. En muchos casos, estas entidades retienen recursos públicos, niegan servicios esenciales, demoran citas y tratamientos, e incluso ponen en riesgo la vida de los usuarios. La lógica empresarial que rige su accionar privilegia el ahorro y el lucro, incluso a costa del sufrimiento humano.

Además, han sido protagonistas de escándalos de corrupción y manejo indebido de los recursos del Sistema General de Seguridad Social en Salud (SGSSS), evadiendo responsabilidades con pacientes y personal médico, y dejando en quiebra hospitales públicos y clínicas. Este funcionamiento corrupto se traduce en negación de derechos, deudas impagables al talento humano, y deterioro en la calidad del servicio.

El vacío de la prevención en un sistema curativo y costoso

Otro de los grandes fallos estructurales del modelo vigente es su énfasis en la atención de la enfermedad antes que en la prevención. El sistema actual ha descuidado las acciones de promoción de la salud y prevención de enfermedades, que son clave para disminuir la carga sobre los servicios asistenciales y reducir los costos a largo plazo. Este descuido favorece una medicina reactiva, especializada y hospitalaria, más lucrativa para las EPS y los prestadores privados, pero insostenible para el sistema y perjudicial para los ciudadanos.

Un modelo de salud basado en la prevención —a través de campañas comunitarias, medicina familiar, atención primaria integral y seguimiento territorial— no solo mejora los indicadores de salud pública, sino que democratiza el acceso y reduce las desigualdades.

Congreso, mercaderes de la salud y bloqueos a la reforma

La dificultad para avanzar hacia un sistema de salud verdaderamente público y preventivo no radica únicamente en cuestiones técnicas, sino en un entramado de poder profundamente enraizado en el Congreso de la República. La clase política colombiana, en buena parte financiada y cooptada por intereses privados del sector salud, se ha convertido en un muro de contención para cualquier intento de reforma estructural.

El reciente intento del Gobierno de reformar el sistema de salud evidenció el choque entre los intereses corporativos de las EPS y la necesidad de transformar el modelo. Las presiones de gremios privados, la manipulación mediática, y las componendas políticas han frustrado propuestas orientadas a fortalecer el sistema público, dignificar al personal de salud, y devolverle al Estado la rectoría del sistema.

Hacia un servicio público de salud: eficiente, ético y financiado

Frente a este panorama, se impone la necesidad urgente de avanzar hacia un sistema nacional de salud público, universal, gratuito en el punto de atención, suficientemente financiado y centrado en la prevención. Este nuevo modelo debe garantizar:

1. Eliminación de la intermediación financiera de las EPS, sustituidas por una red pública de aseguramiento y atención.

2. Fortalecimiento de la atención primaria en salud, con presencia territorial, enfoque intercultural y participación comunitaria.

3. Financiamiento estatal adecuado, con mecanismos de transparencia y vigilancia ciudadana.

4. Dignificación del trabajo del personal sanitario, con condiciones laborales estables y salarios justos.

5. Participación activa de los usuarios en la planeación, ejecución y control del sistema.

Este cambio no es utópico, es una urgencia ética, social y política. La salud no puede seguir siendo un negocio. Debe ser lo que siempre debió ser: un derecho humano garantizado por el Estado para todas las personas, sin discriminación y sin barreras.

Solo un sistema público, ético y solidario puede garantizar la salud como derecho y no como privilegio.

CMG - DIA
16 DE ABRIL 2025 

jueves, 10 de abril de 2025

 



La necesidad de una NUEVA izquierda democrática, ética y solidaria, en Colombia

Colombia atraviesa una de las etapas más complejas de su historia republicana: una sociedad profundamente marcada por la violencia estructural, la desigualdad, la polarización política y la fragmentación territorial. En este contexto, se hace urgente el surgimiento o fortalecimiento de una izquierda democrática que, con una ética y moral pública sólidas, asuma con responsabilidad el compromiso de transformar la realidad del país. Esta izquierda debe actuar no desde la imposición ideológica ni el cálculo electoral, sino desde la escucha activa a las comunidades, el respeto a la diversidad cultural y la construcción de consensos que reflejen un verdadero espíritu humanista y solidario.

Una NUEVA izquierda democrática y ética en Colombia no puede desligarse del carácter plurietnico, multicultural y regional de la nación. El reconocimiento efectivo de esta diversidad no debe limitarse a un discurso inclusivo, sino que debe traducirse en políticas públicas reales, diseñadas y ejecutadas de forma participativa, con las comunidades como protagonistas y no como simples beneficiarios. Esto exige una transformación profunda de las formas de hacer política, alejándose del clientelismo, la corrupción y el caudillismo que históricamente han erosionado la confianza ciudadana.

La izquierda con vocación de poder no puede postergar soluciones a los problemas urgentes: el hambre, el desempleo, la exclusión, la crisis ambiental, la educación, la salud, el empleo y la falta de oportunidades. Tampoco puede delegar su responsabilidad ética en terceros. La transformación del país requiere coherencia entre el discurso y la práctica, entre los principios y las decisiones concretas. La autoridad moral se construye con el ejemplo, no con la retórica.

En este sentido, la tarea fundamental de una izquierda democrática no es simplemente llegar al poder, sino construir un nuevo pacto social basado en la justicia, la solidaridad y el respeto por la dignidad humana. Esto supone una ruptura con las formas autoritarias y mesiánicas de ejercer el liderazgo, y la apertura a procesos colectivos, incluyentes y deliberativos.

Para avanzar hacia este horizonte, es bueno contemplar y asimilar,  cinco recomendaciones esenciales:

1. Reconstruir el tejido ético y moral de lo público: Fortalecer la transparencia, combatir la corrupción sin excepciones y establecer mecanismos de control ciudadano permanentes. La moral pública debe ser un principio rector, no una estrategia discursiva.

2. Descentralizar el poder político y económico: Impulsar una verdadera autonomía territorial que permita a las regiones construir sus propios modelos de desarrollo en armonía con sus identidades culturales y necesidades y posibilidades locales y regionales 

3. Fomentar la educación crítica y popular: Una izquierda humanista debe apostar por una educación que forme sujetos libres, reflexivos y solidarios, con capacidad de transformar su entorno. 

4. Impulsar el diálogo y la reconciliación nacional: En un país herido por el conflicto y la polarización, es vital promover escenarios de encuentro, escucha y construcción de paz desde abajo, con enfoque territorial.

5. Establecer una agenda común con los movimientos sociales: No basta con representarlos; es necesario gobernar con ellos, reconociendo su experiencia, saberes y luchas como parte esencial de cualquier transformación real.

Necesitamos una nueva izquierda que se libere de toda su historia de dogmatismo, sectarismo, vanguardismo, guerrillerismo,  y grupismo, una izquierda que ponga en el centro de su preocupación el mejoramiento de la vida humana en armonía con la vida natural. 

Colombia necesita una izquierda comprometida con la vida digna, que actúe con responsabilidad histórica y escuche con humildad a las mayorías excluidas. Una izquierda unida que abrace la pluralidad del país y apueste por la esperanza activa, no por el resentimiento ni la revancha. Solo así será posible construir una sociedad más justa, humana y solidaria.

CMG- - DIA 

12 DE ABRIL DE 2025